quinta-feira, dezembro 28, 2006

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Así, cuando las competiciones futbolísticas de clubes crecieron con la introducción de la Copa de Europa (1955/56) y de la Copa Libertadores (1960), lo más lógico era que la Copa Intercontinental fuera un partido entre clubes de esos dos continentes distantes.
De hecho, fue el presidente del Real Madrid, Santiago Bernabéu, cuyo equipo había ganado para España las cinco primeras ediciones del nuevo torneo europeo, el primero que propuso organizar un partido que decidiera cuál era el mejor club del mundo. A partir de entonces, se acabarían las discusiones: dicho duelo demostraría de una vez por todas quién era el verdadero campeón mundial.
Y durante sus primeros años, la competición, un enfrentamiento a doble partido (en casa y fuera), justificó las enormes expectativas que había despertado: 120,000 espectadores abarrotaron el Santiago Bernabéu para ver cómo Ferenc Puskas marcaba el primer gol del certamen, en el contundente 5-1 logrado por el Real Madrid en el choque de vuelta, en 1960. El perdedor pasó a ser vencedor al año siguiente, ya que el Peñarol uruguayo reivindicó el trofeo para Sudamérica, antes de que el Santos brasileño de Pelé derrotara en sendos apasionantes duelos al Benfica de Eusébio y, un año después, al Milan italiano. El otro gran equipo de la capital lombarda, el Inter de Milán, recuperó el título para Europa en los dos años siguientes, 1964 y 1965, con lo que el torneo estaba resultando tan competido y atractivo como muchos habían imaginado.
Cuando todo apuntaba a que la noble idea se encaminaba hacia una muerte lenta, Japón se erigió en su salvador en 1980, brindándose a organizar un partido único, la Copa Toyota en Tokio (últimamente en Yokohama). Así, al atraer a unos espectadores entusiastas y en su mayor parte neutrales, junto con el consiguiente aumento de la cobertura televisiva planetaria, el campeonato mundial de clubes recobró un nuevo aliento de vida.

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